India, el sentido de la vida y la muerte

India, el sentido de la vida y la muerte

Junto al lavadero está el comedor. Y en mesas grupales, las señoras que sí pueden incorporarse. Más atrás, luego de la cocina y un cuarto de primeros auxilios, en un salón grande, las más graves. Todas duermen en catres al ras del piso. Están alineados y llevan un número sobre la pared. Hay 30 de un lado y 30 del otro. La misma estructura se repite, en espejo, para los varones.

Hundo mi brazo en el tanque para tratar de pescar los últimos pijamas, camisones, calzones, sábanas y fundas. No voy a decir que me da asco. Pero cuesta. El barril me llega al pecho. Llevo puesto un delantal y guantes de látex. En mi bolsillo, siempre a mano, el alcohol en gel. Alguien cazó desde el fondo la última prenda. Vamos a la terraza a colgar la ropa. En el segundo piso, corre aire. Veo el cielo. Siento un respiro. El alivio termina pronto. Veo restos de caca pegada a algún pijama. Me quedo tildada. Una compañera me avisa: es hora de bajar. Vamos a encontrarnos cara a cara con los enfermos.

En el salón de los catres ayer murieron dos. No cualquiera entra a este sector. No es que esté cerrado. Pero la tarea es ardua. Una de las hermanas, la más alta de ojos claros, pasa su mano por la frente de una señora que es puro esqueleto. Le habla con amor. Ajusta el suero. Dicen que la mujer no pasa de hoy. No sé cuál es su diagnóstico. No puedo preguntar. Pero se ve. La muerte vive en este pasillo. Proyecta una neblina espesa que corta los colchones.

Estoy en cámara lenta. No me reconozco. Soy ansiosa y movediza por naturaleza. Pero en Kalighat me cuesta actuar. Pasa una auntie. Me da un juego de encastre para ejercitar la motricidad y la memoria. Me pide que le juegue a las señoras. Ninguna me mira. No pueden. Es difícil comunicarnos. Emiten sonidos. La que está a mi lado me pide su medicina. Con gestos pregunto si le duele la panza. Me toma la mano. Me toca mi panza. La abrazo.

Los minutos no pasan. Hace un rato me preguntaba para qué vine. En otra mesa, otra voluntaria pinta las uñas a las señoras. Decido probar. En los roperos escasea el algodón, la acetona y los esmaltes. Pienso en todos los frascos que no uso y tengo en casa. Me fijo la hora. Son recién las diez y media. Me concentro. Empiezo con el esmalte. A mi clienta de piel de habano resquebrajado le encanta el tono frambuesa que elegí para ella. Parece que soy un éxito como manicura. Ya tengo una fila de ojos y manos que me espera. Estoy contenta. Mientras tanto me tosen. Me estornudan. Me sonríe alguna, sin dientes.

De repente, siento un chorro a mis espaldas. Giro. La de atrás largó una catarata de pis. La de al lado la reta. Se pegan entre ellas. La que se hizo encima se saca el camisón y lo tira al piso. Queda desnuda, con los pechos al aire. Una auntie limpia el charco. Arrastra a la mujer en su silla de cuatro patas hasta el baño. Me duele la cabeza.

Las “chicas” ya están ubicadas para el almuerzo. Tengo que darle de comer a la que se hizo pis. Nadie usa cubiertos y ella no responde. Me quedo mirando. Atontada. Pasa una auntie. Hace lo que yo no me atrevo. Toma el guiso de pollo y arroz con los dedos y se lo mete en la boca a la señora. En dos minutos no queda rastro. Después ayudo a otra mujer a terminar el postre, una crema pegajosa que termina derramada sobre mi pantalón.

El almuerzo termina. Las aunties guían a las mujeres hacia los catres para la siesta. Y nosotros formamos una posta para lavar los platos. Unas maestras francesas toman el peor puesto: el primero. Vacían los restos de comida en los tachos. Lo hacen sin guantes y en cuclillas, cerca del piso. El olor es insoportable. A mí me toca el mejor eslabón: el último. Acomodo 130 platos ya limpios para que escurran. La casa queda en silencio. Pasaron las doce del mediodía. Fin del primer turno.

Me duelen los ojos y el centro de la frente. Necesito llegar al hotel para bañarme. El agua escurre limpia sobre mi cabeza. Pero las imágenes no se diluyen. Lavo toda mi ropa bajo la ducha. Sigo sintiendo el mismo olor. Olor a cuerpo. Olor a ojos. Olor a guiso. Olor a Kalighat.

Una foto me ronda: la mirada alquitrán de los enfermos y los saris blancos que los cuidan. También la fuerza y alegría de los voluntarios. Muchos pasan semanas o meses en el hogar. Saben convivir con la muerte. Yo estuve apenas horas y quedé exhausta. Me pregunto cómo hacen. Trabajan pacientes. Fuertes. Unidos. El amor genuino viene de ellos y de las hermanas. Lo transmiten. Y transforma.

Me siento diferente. Ni más liviana ni más pesada. Distinta. Los dolores más profundos que traje a India transmutaron. Me pregunto por qué. Qué me pasó. Recién me doy cuenta. Sucedió algo más, algo importante antes de llegar a Calcuta. Fue en Rishikesh. Ya lo dije, no creo en las casualidades.

Al pie de los Himalayas, donde nace el río sagrado Ganges, participé de la ceremonia del fuego o aarti, un ritual hindú que viene de hace cinco mil años. No tenía idea qué era o a dónde iba. Alguien me comentó y me sumé. Caminé por la ribera del Ganges hasta llegar a los ghats de Triveni, el mercado de Rishikesh. En esos ghats, que son escalinatas que bajan al río, la gente hace las pujas u ofrendas.

El sol se iba. Como todos, me descalcé. Me ubiqué en las gradas. Los músicos entonaban mantras acompañados por los tambores. Los brahmanes, o sacerdotes, encendieron el fuego sagrado en unas lámparas de aceite. Una desconocida con sari rojo me regaló una caléndula. Y un ayudante del brahman me pasó una velita encendida con ese fuego. Acomodé la flor y la llama en un cuenco de hojas. Lo sostuve con ambas manos. Cerré los ojos. Hice mi ofrenda. Bajé las escaleras. El incienso me rodeaba. Ofrecí mi puja al río. Allá iba papá, grande y entero, iluminado por la luna y por el fuego. Le deseé buen viaje. Los tambores replicaron más fuerte. Sentí que estábamos juntos. Muy presentes. Sentí el pecho enorme. Sentí felicidad.

Anochecía, y mientras algunos se desconcentraban, un grupo comenzó una danza ancestral. Al principio dudé en sumarme pero accedí. En el centro de la ronda giraba y saltaba una chiquita de unos cinco años. Su vestido rosa brillaba en su piel carbón. Me vi reflejada en esa nena. Bailaba y en cada pisada limpiaba las tristezas. Despedía a papá con alegría.

Amanece en el Mar Arábigo. Llegué a Goa, último destino del viaje. El horizonte me regala una gama de violetas imposible. Hoy cumplo 50 años. Siempre pensé que para semejante fecha iba estar en India. Era una forma de escaparme o de cumplir un sueño postergado hacía 20 años. Nada de eso. Ahora sé por qué vine en este momento. Ni antes ni después. Vine para entender la muerte que es parte de la vida.

Quedó clarísimo en Rishikesh. El día que participé de la ceremonia del fuego sagrado, alguien me habló de este rito como si fuera parte de una “caminata saludable”. Ingenuamente, me vestí con pantalón de trekking, pensando que conoceríamos animales o raras geografías. Empecé a caminar junto al grupo y me encontré sin darme cuenta frente al Río Sagrado con una ofrenda para papá. La “caminata saludable” -qué paradoja las diferencias culturales- no era otra cosa que una ceremonia ancestral para conectar con el Universo.

En Occidente identificamos “saludable” con ejercicio o dieta. Vamos al médico y al analista para curar cuerpo y cabeza. Por separado, no terminamos de aceptar que una cosa y la otra son parte del mismo combo. Como la vida y la muerte. Jamás existiría una sin la otra.

Me gusta pensar que papá y su ¿injustificada? agonía me prepararon todo este tiempo para viajar a India. Que su camino de dolores me mostró un camino hacia adentro. Hacia mi propia espiritualidad que desconocía. Ahora que volví a mi vida cotidiana, lo entiendo. El verdadero viaje recién comienza.

Fuente: Clarín, abril 2017

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